Siempre
he defendido la alegría a la hora de escribir. La alegría como
producto de la felicidad que da ser capaz aún de hacer eso que
constituye nuestra pasión. Escribir, en este caso. La alegría de
poder desapegarse del resultado, incluso de lo que motiva la
escritura (todos sabemos que la vida duele, que es pérdida tras
pérdida, que estamos bastante solos en el fondo, que nos cuesta
infinito más uno comunicar quién somos —si es que llegamos a
saberlo— y que hay gente muy, muy mala... sabemos bien todo eso,
incluso tenemos mucha necesidad de expresarlo, vale), desapegarse de
todo eso —decía—, sentarnos delante del ordenador, o del papel
en blanco, y sencillamente hacer lo que estamos llamados a hacer. Con
alegría (y es verdad que a veces es una alegría furiosa, incluso
entristecida), con pasión, solo porque disponemos de esa
oportunidad, en ese instante concreto. Y en ese instante concreto a
nadie le importa si somos buenos o no, si tenemos más o menos
talento. Si alguien querrá publicarnos algún día, o si lograremos
reunir el valor para enseñarle a nadie eso que escribimos. Podemos
escribir las bazofias que queramos, porque somos libres. Cuando
escribimos somos libres. Así que solo tenemos que hacerlo: escribir.
Hacer lo que sabemos. O lo que queremos saber hacer. Solo así, día
tras día, podremos aspirar algún día a brillar.