viernes, 15 de febrero de 2013

OLÉ


Siempre he defendido la alegría a la hora de escribir. La alegría como producto de la felicidad que da ser capaz aún de hacer eso que constituye nuestra pasión. Escribir, en este caso. La alegría de poder desapegarse del resultado, incluso de lo que motiva la escritura (todos sabemos que la vida duele, que es pérdida tras pérdida, que estamos bastante solos en el fondo, que nos cuesta infinito más uno comunicar quién somos —si es que llegamos a saberlo— y que hay gente muy, muy mala... sabemos bien todo eso, incluso tenemos mucha necesidad de expresarlo, vale), desapegarse de todo eso —decía—, sentarnos delante del ordenador, o del papel en blanco, y sencillamente hacer lo que estamos llamados a hacer. Con alegría (y es verdad que a veces es una alegría furiosa, incluso entristecida), con pasión, solo porque disponemos de esa oportunidad, en ese instante concreto. Y en ese instante concreto a nadie le importa si somos buenos o no, si tenemos más o menos talento. Si alguien querrá publicarnos algún día, o si lograremos reunir el valor para enseñarle a nadie eso que escribimos. Podemos escribir las bazofias que queramos, porque somos libres. Cuando escribimos somos libres. Así que solo tenemos que hacerlo: escribir. Hacer lo que sabemos. O lo que queremos saber hacer. Solo así, día tras día, podremos aspirar algún día a brillar.