LOS
RESTOS DEL DÍA. Kazuo Ishiguro
Editorial
Compactos Anagrama. (Barcelona, 1989) Trad. Ángel Luis Hernández
Francés.
Casi todos
entregamos los días de nuestras vidas a algún empeño. Muchas veces
de manera obsesiva, con una suerte de anteojeras puestas para que la
ingente variedad de cosas maravillosas que el mundo ofrece no nos
distraiga de lo que creemos que da sentido a nuestra vida: Esa
pequeña o gran parcela que queremos cultivar, convertir en algo
brillante; en la que ocupamos nuestro tiempo y que nos hace percibir
nuestro propio valor.
De eso habla
Los restos del día. De qué sucede cuando nos empeñamos en
un camino y todo resulta un terrible error. Un empeño baldío.
Cuando renunciamos a ver las oportunidades que se nos presentan, por
fidelidad a nuestro plan, con todo nuestro corazón, y por miedo, por
inseguridad, por lo que sea, renunciamos a escuchar.
Stevens,
como lord Darlington, llenos de importancia de sí
mismos, para lo que quizá les hayan educado, dedican sus vidas al empeño equivocado. Escogen el camino
erróneo. Del lord poco sabemos. A Ishiguro quien le importa es
Stevens. Es decir, cualquiera de nosotros. Cualquiera con un empeño,
mil temores y una ceguera fundamental. Aunque es cierto que Stevens
posee un rasgo del que, por desgracia, o por grandísima suerte,
muchos carecemos: la dignidad. Una dignidad que le exige no mostrar
sus sentimientos, sino mantener siempre la compostura.
Pero sucede
que llega la vejez, con su forma cruel de cambiarlo todo. Así, lleno
de dignidad, Stevens se convierte en un mayordomo anciano. Y donde
era fuerte e inexorable, ahora es débil e inseguro. La imperfección
le ataca, destruye su sentido de la vida, su autoestima. La vejez se
encarga de invalidar todo lo que fue el centro de su vida y mostrarle
de forma descarnada que no le queda nada, porque nada guardó.
Entonces una
carta le hace recordar que una vez fue amado, y que quizá aún haya
esperanza. Hubo una mujer que le amó, pero a la que su dignidad
le impidió amar. Cuando tocó elegir, escogió la grandeza del
compromiso, la importante labor de servir a su señor.
Ya tarde,
cuando cae el día, en ese momento sublime y terrorífico que precede
a la noche, brilla un rayo de esperanza. Stevens se pone en camino en
busca de ese rayo, arrastrando esa mochila vacía que resulta pesar
mucho más de lo que hubiera pesado de haber vivido. A veces,
sencillamente, es demasiado tarde.
En
un plano técnico, este narrador de Ishiguro es un ejemplo perfecto
de narrador poco fiable. La discapacidad emocional de Stevens le
impide aceptar sus deseos, siquiera percibirlos, pero estos resultan
evidentes para cualquiera que lo vea desde fuera. No es fácil
mostrar ese desequilibrio sin mediar explicación alguna; y quizá
menos todavía si empleamos un narrador en primera persona.
Ayer, al
llevarle el té por la tarde, sabiendo que se encontraría en ese
estado de ánimo y conociendo su propensión a hablar en tono jocoso,
habría sido más sensato no hacer la más mínima alusión a miss
Kenton, pero es posible que entiendan que, al pedirle un favor tan
generoso por su parte, era natural que le insinuase que mi petición
se basaba en razones estrictamente profesionales. Así al exponerle
las razones por las que hacía mi excursión por el oeste del país,
en lugar de mencionar los diferentes atractivos descritos por
mistress Symons en su obra, cometí el error de explicar que la
antigua ama de llaves de Darlington Hall vivía en esa región.
Imagino que, a partir de ahí, intenté hacer ver a míster Farraday
que el viaje me permitiría tantear una posible solución a nuestro
problema doméstico. (…) No sólo no estaba seguro de que miss
Kenton quisiese volver a trabajar con nosotros, sino que desde hacía
un año, desde que me había entrevistado por primera vez con míster
Farraday, no le había vuelto a comentar la cuestión de aumentar el
número de criados. Hubiera sido pretencioso por mi parte, y
pretencioso es decir poco, seguir manifestando en voz alta mis
propios planes sobre el futuro de Darlington hall. De hecho me callé
bruscamente y me sentí muy violento. En cualquier caso, míster
Farraday aprovechó la oportunidad para reírse y,
malintencionadamente, dijo:
—Pero
Stevens, ¿aventuras a su edad? (Pág 21)
Ya
sabemos que Stevens se engaña, o, al menos, tenemos noticia de
su brutal manera de negar la realidad. Al mismo tiempo que lord Darlington celebra una importante
cena con ilustres invitados, el padre, en su lecho de muerte, aprovecha un instante de lucidez y llama a Stevens con urgencia a la
habitación. Allí se desarrolla la siguiente escena, destacable por la maestría con que Ishiguro
nos muestra la incapacidad de Stevens para gestionar sus
sentimientos, el dolor. Y, al mismo tiempo, de dónde
procede dicha incapacidad:
“(...)lentamente
sacó los brazos de debajo de las mantas y se observó cansado el
envés de las manos durante unos instantes.
—Me
alegro mucho de que se sienta mejor —repetí—. Ahora es preciso
que vuelva al trabajo. Como le he dicho, la situación es bastante
turbulenta.
Siguió
observándose las manos y, al cabo de un rato, dijo pausadamente:
—Espero
haber sido un buen padre.
Sonreí y
le dije:
—Estoy
muy contento de que se sienta mejor.
—Me
siento orgulloso de ti. Eres un buen hijo. Hubiera deseado ser un
buen padre, aunque me temo que no lo he sido.
—Ahora
tengo mucho trabajo, pero mañana por la mañana hablaremos de nuevo.
Mi padre
aún seguía mirándose las manos como si en cierto modo le
irritasen.
—Estoy
muy contento de que se sienta mejor —repetí, y seguidamente me
marché.
(Pág.
104)
Esta
maravillosa novela, y su magnífica adaptación cinematográfica
resultan escalofriantes y dan que pensar: nadie estamos a salvo de
equivocarnos y malgastar nuestras vidas en misiones equivocadas.
Ishiguro, entre líneas, nos ofrece una pista para detectar el error:
en las verdaderas misiones el amor, la aceptación y la autoestima
suelen estar en primer plano. Y, llegado el caso, por encima del
deber.