“Si
la naturaleza no te ha procurado una voluntad adicional, el amor por
la escritura y la necesidad de escribir te la proveerán. Como los
boxeadores, tal vez nos debilitamos pasados los treinta años (…).
Entonces es conveniente recordar que han existido artistas que
persistieron, como el caracol y el celacanto y otras formas tenaces
de vida orgánica, vivas desde mucho antes de que soñáramos con la
existencia de gobiernos”.
Patricia Highsmith:(1966). Suspense. ed. Mosaico. Barcelona.
Cada
vez que entro en cualquiera de esas librerías al por mayor y miro de
verdad, me estalla la guerra. Suelo percatarme de que jamás leeré
ni una mínima parte de los libros que hay publicados; de que entre
toda esa ingente abundancia, lo más posible es que pierda el valioso
tiempo con textos que merecen la pena mucho menos que otros más
capitales. E invariablemente las preguntas acuden: ¿merece la pena
escribir un solo libro más? ¿Cuántos de estos autores pueden vivir
de la escritura?
Porque
la fantasía suele venir completa. No solo necesitamos escribir, sino
que queremos vivir de ello. La realidad, y ya en tiempos de Highsmith
era así, es que el 95% de los escritores debemos trabajar en otra
cosa para vivir. Es posible que esto no sea del todo malo, pero no
deja de ser frustrante. Porque, los que escribimos lo sabemos bien,
escribir es una tarea que implica a la totalidad. El don de la
ubicuidad no existe, y salvo mentes privilegiadas, no es fácil
compaginar y ser brillante en ambas cosas. Algunos lo han hecho, pero
debían de ser genios. ¿Acaso los que no somos genios no tenemos
derecho a escribir?
Quizá
no. Quizá en esto, como en todo, actúe la selección natural y solo
sobrevivan los más fuertes. Quizá las grandes librerías sean una
suerte de zoo, espacios antinaturales en los que la superpoblación
no es más que una cuestión de tiempo. Me gustaría que esos libros
que permanecen al acecho a lo largo del tiempo brillaran
fluorescentes entre el resto; los que llevan diez, quince, veinte,
cien años manteniendo la vigencia y provocando el interés de la
buena gente que lee. Así de un vistazo se podría ver el mapa de la
supervivencia.
Ya en
casa, la mejor decisión quizá sea olvidar las nutridas mesas de
novedades, las estanterías repletas de ilusiones efímeras, y
centrar la atención en el texto, en el movimiento de los dedos que
modela las palabras y sus cadencias. En el corazón y la mirada, que
alimentan la importancia del contenido. Y resistir. Aguantarlo todo,
como lo aguanta la tierra; ser esos caracoles que, tan lentos como
son, al final llegan donde quieren; seres calcáreos que pasamos la
vida nutriendo bellísimas conchas, cadáveres gloriosos que dejamos.
Pues eso: formas tenaces de vida orgánica.