lunes, 25 de junio de 2012

CAMINO DE IDA


MIRCEA ELIADE
El burdel de las gitanas. Ed Siruela.
 Ojito: contiene spoilers

 Leí a Eliade hace muchos, muchos años y recuerdo que me gustó, y nada más. Este año me volví a encontrar con él.
De la vida de Eliade muchos hablan con reticencia incluso con hostilidad; se oyen palabras feas como antisemitismo, ultraderecha, etc. Yo no me meteré en esos jardines. Solo me dejo sorprender por su prosa de ficción, exacta y precisa, cargada de matices. Flexible, a pesar de su rigor; al menos lo suficiente como para dejarnos instalados en el misterio (El secreto del doctor Honigberger) o como para hacernos saborear la amargura de quien echa la vista atrás cuando ya no hay remedio y descubre, sin descubrirlo, que se ha equivocado en casi todo.

La temática de fondo y la ceguera primordial del protagonista son puntos comunes entre El burdel de las gitanas y Los restos del día, en la entrada anterior. Siempre hablamos de lo mismo, o escribimos de lo mismo, dicen algunos.
Cuando la vida llega a su final y nos vemos dotados de repente con esa clarividencia que no es tal, sino que solo es perspectiva, y descubrimos que nos hemos equivocado, que erramos el camino... ¿qué hacer?
¿Qué se hace cuando no hay marcha atrás?
¿Hay marcha atrás alguna vez en la vida?
Pero me estoy yendo por las ramas y yo he venido aquí a hablar de mi libro, de El burdel de las gitanas.
Recordar el pasado disfrutado, las tentaciones en las que caímos, las que dejamos pasar, las oportunidades; sumergirse a ciegas en los recovecos de la memoria debe de ser muy parecido a ese paseo por el interior caótico y sensual del burdel de las gitanas. Un lugar donde el tiempo no es lo que pensamos. O donde acudimos sin remedio cuando el tiempo deja de ser lo que pensamos: minutos, hilo conductor, sustrato de los días.
Es decir, cuando estamos muertos.
Eliade lo cuenta muy bien. Un día nos morimos y seguimos yendo en el mismo tranvía de todos los días. Quizá ni nos demos cuenta. Hablamos de lo mismo, trabajamos, observamos los mismos paisajes a través de las ventanillas, o incluso constatamos algún cambio, árboles que de repente dan sombra.
Ese tranvía recorre nuestra vida de cabo a rabo y parece obligado a conducirnos al burdel. Allí tenemos que responder al acertijo. Siempre hay un acertijo. Y muchas veces, erramos la respuesta, como en todo lo demás. Por indecisión, por error de percepción. Como Gavrilescu, que es profesor de piano, pero que repite demasiadas veces que él es un artista, como para que lo creamos. Porque suele suceder que lo que más repetimos es lo que menos somos y lo que más queremos ser. Y Eliade lo sabe. Y se las apaña para que nosotros, los incómodos lectores, lo sepamos, pero no Gavrilescu. Bastante tiene el pobre hombre con combatir al calor, al sol martillo que nubla su consciencia, que le obliga a desnudarse para soportarlo. Porque ha perdido su sombrero y ya no puede abanicarse.
Gavrilescu recuerda, pero no sabe. No sabe que se equivocó, que no da una a derechas. Por no saber no sabe ni que ha muerto. O quizá es que no ha muerto: Eliade es generoso, y nos deja que nosotros decidamos. A pesar de que cambie ese tranvía por un carruaje negro, con penachos negros y caballos entrenados, y un cochero comprensivo y afable que se muestra dispuesto a conducirnos al bosque, al locus amoenus donde quedarnos. Ya sin tiempo. Ya sin nada que temer.

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