MIRCEA ELIADE
El burdel de las gitanas. Ed Siruela.
Ojito: contiene spoilers
Leí
a Eliade hace muchos, muchos años y recuerdo que me gustó, y nada
más. Este año me volví a encontrar con él.
De la vida de Eliade muchos hablan con reticencia incluso con
hostilidad; se oyen palabras feas como antisemitismo, ultraderecha,
etc. Yo no me meteré en esos jardines. Solo me dejo sorprender por
su prosa de ficción, exacta y precisa, cargada de matices. Flexible,
a pesar de su rigor; al menos lo suficiente como para dejarnos
instalados en el misterio (El secreto del doctor
Honigberger) o como para
hacernos saborear la amargura de quien echa la vista atrás cuando ya
no hay remedio y descubre, sin descubrirlo, que se ha equivocado en
casi todo.
La
temática de fondo y la ceguera primordial del protagonista son
puntos comunes entre El burdel de las gitanas
y Los restos del día,
en la entrada anterior. Siempre hablamos de lo mismo, o escribimos de
lo mismo, dicen algunos.
Cuando
la vida llega a su final y nos vemos dotados de repente con esa
clarividencia que no es tal, sino que solo es perspectiva, y
descubrimos que nos hemos equivocado, que erramos el camino... ¿qué
hacer?
¿Qué
se hace cuando no hay marcha atrás?
¿Hay
marcha atrás alguna vez en la vida?
Pero
me estoy yendo por las ramas y yo he venido aquí a hablar de mi
libro, de El burdel de las gitanas.
Recordar
el pasado disfrutado, las tentaciones en las que caímos, las que
dejamos pasar, las oportunidades; sumergirse a ciegas en los
recovecos de la memoria debe de ser muy parecido a ese paseo por el
interior caótico y sensual del burdel de las gitanas. Un lugar donde
el tiempo no es lo que pensamos. O donde acudimos sin remedio cuando
el tiempo deja de ser lo que pensamos: minutos, hilo conductor,
sustrato de los días.
Es
decir, cuando estamos muertos.
Eliade
lo cuenta muy bien. Un día nos morimos y seguimos yendo en el mismo
tranvía de todos los días. Quizá ni nos demos cuenta. Hablamos de
lo mismo, trabajamos, observamos los mismos paisajes a través de las
ventanillas, o incluso constatamos algún cambio, árboles que de
repente dan sombra.
Ese
tranvía recorre nuestra vida de cabo a rabo y parece obligado a
conducirnos al burdel. Allí tenemos que responder al acertijo.
Siempre hay un acertijo. Y muchas veces, erramos la respuesta, como
en todo lo demás. Por indecisión, por error de percepción. Como
Gavrilescu, que es profesor de piano, pero que repite demasiadas
veces que él es un artista, como para que lo creamos. Porque suele
suceder que lo que más repetimos es lo que menos somos y lo que más
queremos ser. Y Eliade lo sabe. Y se las apaña para que nosotros,
los incómodos lectores, lo sepamos, pero no Gavrilescu. Bastante
tiene el pobre hombre con combatir al calor, al sol martillo que
nubla su consciencia, que le obliga a desnudarse para soportarlo.
Porque ha perdido su sombrero y ya no puede abanicarse.
Gavrilescu
recuerda, pero no sabe. No sabe que se equivocó, que no da una a
derechas. Por no saber no sabe ni que ha muerto. O quizá es que no
ha muerto: Eliade es generoso, y nos deja que nosotros decidamos. A
pesar de que cambie ese tranvía por un carruaje negro, con penachos
negros y caballos entrenados, y un cochero comprensivo y afable que
se muestra dispuesto a conducirnos al bosque, al locus amoenus donde
quedarnos. Ya sin tiempo. Ya sin nada que temer.
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