Hay
un aspecto que los escritores comparten con pintores y fotógrafos:
la importancia de la mirada, de la observación de la realidad. Casi
me arriesgaría a decir que la capacidad de mirar es una de las
claves de la calidad de la escritura. Registrar lo ordinario y lo
extraordinario, saber escoger los detalles visibles que definen lo
que hay debajo. No dejar que aparezca ningún personaje sin dar
alguna pincelada de cómo es.
Donna
Leon, en el estupendo curso sobre novela policíaca que dictó en la
UIMP, lo explica muy bien, en referencia a Dickens. Él hacía bailar
en sus novelas a un montón de personajes secundarios, y todos eran
extraños. Dice Leon que con la edad se dio cuenta de que aquello que
Dickens hacía no era ninguna licencia de la ficción, sino que era
la pura realidad. Estamos rodeados de personas que muestran sus
rarezas a cada paso; gente peculiar que habla sola por la calle;
cambia de dirección de pronto; mira con suspicacia y se muestra
irritable; te llama cariño; tiene verrugas en sitios sorprendentes,
o tatuajes que cuentan cosas tremendas, si uno se anima a dejar volar
la imaginación. Hay quien parece que pide perdón a cada paso, y
quien camina a diez centímetros sobre el suelo. Y hay un conductor
en la línea G que —lo he visto durante dos años— siempre está
enfadado porque el resto de vehículos van lentos.
La
realidad es la fuente de la que emana la novela. Hay que abrir bien
los ojos, pues, para dar vida auténtica a esos personajes, en cuyos
hombros asentamos el mundo. Hay que mirar muy bien para ver —y
poder pintar después— cada luz y cada sombra. Lo normal no existe:
las personas normales son la rareza.
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